lunes, 1 de abril de 2002

Viernes a la mañana (2002)

“ A veces en algunos días grises,  cuando pierdo la esperanza, cuando o encuentro la paz,  me pregunto, si en verdad existes,  si realmente eres mi amigo,  si lo eres donde estás.”

Cuantas veces nos sentimos de esta manera. Desesperanzados, sin fuerzas ni ganas de seguir adelante, abatidos por lo que nos toca vivir, golpeados por un gran dolor.

Cuantas veces no podemos ver una salida, siquiera una luz que nos marque el rumbo: tal vez porque no la hay, tal vez porque entre tantas tinieblas no las podemos reconocer.

En la oscuridad de nuestra noche, no somos capaces de ver la luz de un faro que siempre está encendido y nos indica tierra firme, y nos quedamos a la deriva, ya sin ganas de intentar nada, nos dejamos caer sin tratar de agarrar esa mano amiga que siempre se nos tiende.

Así es, en esos días que más nos cuesta ver a Dios, nos cegamos, y no podemos distinguir a Cristo que camino a nuestro lado incondicionalmente, sin tener en cuenta tempestades o días de sol. Nos acompaña el mismo que entregó su vida al sufrimiento por amor al Hombre, para demostrarnos que no hay sufrimiento imposible de sobrellevar si dejamos que el Padre nos acompañe, si dejamos que nos guíe.

El Hilo primordial.

     Agosto estaba terminando tibio. Había llovido en la última semana y, con el llanto de las nubes, el cielo se había despejado. Cuando se acerca septiembre, suele suceder que el viento de tierra adentro sopla suavemente y a la vez que va entibiando su aliento, logra devolver al cielo todo su azul y toda su luminosidad.

     Y aquella tarde, pasaje entre agosto y septiembre, el cielo azul se vio poblado por las finas telitas que los niños llaman Babas del Diablo. ¿De donde venían ? ¿Para adonde iban ?, pienso que venían del territorio de los cuentos, y avanzaban hacia la tierra los hombres.

     En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento, venía navegando una arañita. Pequeña : puro futuro e instinto.

     Volando tan alto, la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién sembrados y dispuestos en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para imaginar. Nada era preciso. Todo permitía adivinar más que conocer.

     Pero poco a poco la nave del animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se fueron haciendo más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi casas, y los árboles frutales podían distinguirse por o floridos, de los otros que eran frondosos.

     Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura de los árboles grandes, nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole de los eucaliptus comenzó a pesar misteriosa y amenazadoramente como grises témpanos de un mar desconocido.

     Y de repente : Trás !

     Un sacudón conmovió el vuelo y lo detuvo. ¿Que había pasado ? Simplemente que la nave había encallado en la rama de un árbol y el oleaje del viento la hacía flamear fija en el mismo sitio.

Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o por una orden misteriosa y ancestral, comenzó a correr por la tela hasta pararse en el tronco en el que había encallado su nave. Y desde allí se largó en vertical buscando la tierra. Su aterrizaje no fue una caída, fue un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente, la acompañó en el trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo volvió a subir hasta su punto de desembarco.

     Ya era de noche. Y como era pequeña y la tierra le daba miedo, se quedó a dormir en la altura. Recién por a mañana volvió a repetir su descenso, que esta vez fue para ponerse a construir una pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos. Porque la arañita sintió hambre. Hambre y sed.

     Su primera emoción fue grande al sentir que n insecto más pequeño que ella había quedado prendido en su tela-trampa. Lo envolvió y lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de desembarco.

     Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada día la tela era más grande, más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo circulo a su tela, se veía obligada a utilizar ese fino hilo primordial a fin de  mantenerla tensa, agarrando de él los hilos cuyas otras puntas eran fijadas en ramas, troncos o yuyos que tironeaban para abajo. El hilo era el único que tironeaba para arriba. Y por ello lograba mantener tensa toda la estructura de la tela.

     Por supuesto, la arañita no filosofaba demasiado sobre estructuras, tironeos o tensiones. Simplemente obraba con inteligencia y obedecía a la lógica de su estirpe tejedora. Y cada noche trepaba por el hilo inicial a fin de reencontrarse con su punto de partida.

     Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego de succionarlo (que es algo así como vaciar para apropiarse) se sintió contenta y agotada. Esa noche se dijo que no subiría por el hilo. O no se lo dijo. Simplemente no subió. Y a la mañana siguiente vio con sorpresa que por no haber subido, tampoco se veía obligada a descender. Y esto le hizo decidir no tomarse el trabajo del crepúsculo y del amanecer, a fin de dedicar sus fuerzas a la caza y succión de presas que cada día preveía mayores.

     Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora.

     Así amaneció el día fatal. Era una mañana de verano pleno. Se despertó con el Sol naciente. La luz rasante irizaba de perlas el rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en el centro de su tela radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó a filosofar. Satisfecha de sí misma, quiso darse a si misma la razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y del radio de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Podría al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición. Diría que a ella no le interesaba el mundo del más allá ; sólo le interesaba lo que de el más allá llegaba hasta ella. En el fondo sólo se interesaba por ella y nada más, salvo quizá por su tela cazadora.

     Y mirando su tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabía de donde partían y hacia donde se dirigían. De donde se enganchaban y para qué servían.

Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuando o había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era inminentemente utilitarista. Y ese hilo no había apresado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a donde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto le dio rabia. ¡Caramba!  Ella era una araña práctica, científica y técnica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de vuelos en atardeceres tibios de primavera. O ese hilo servía para algo o había que eliminarlo. ¡Faltaba más, que hubiera que ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en que eran tan exigentes las tareas de crecimiento y subsistencia !

     Y le dio tanta rabia no verle sentido al hilo primordial, que tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo seccionó de un solo golpe.

¡Nunca lo hubiera hecho ! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal sobre la araña. Cada cosa recuperó su fuerza disgregadora, y el golpe que azotó a la araña contra el duro suelo fue terrible. Tan tremendo que la pobre perdió el conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que esta vez la recibiera mortíferamente.

     Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba a su cenit. La tela pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba estrangulando sin compasión y las osamentas de sus presas le trituraban el pecho con un abrazo angustioso y asesino.

     Pronto entró en las tinieblas, sin comprender siquiera que se había suicidado al cortar aquel hilo primordial por el  que había tenido su primer contacto con la tierra madre, que ahora sería su tumba.


Esta arañita, se había olvidado de lo que era realmente esencial en su vida. Había perdido por completo el hecho de volver a sus raíces, de mirar hacia arriba, de subir por aquel hilo todas las noches para tener una vista más amplia de la vida. No solo eso, sino que también, se concentraba en resolver sus necesidades inmediatas : su hambre y su sed.

Tomate un tiempo para pensar y fijate en que tipo de situaciones te encontrabas cuando te preocupaste solo por calmar tu hambre y tu sed y dejaste de lado tu persona espiritual.

A veces, cuando a uno le toca vivir situaciones difíciles, le cuesta encontrarle la vuelta y se refugia en cosas sin sentido y carentes de riqueza. Convertimos al mundo en una telaraña sin hilo primordial, que se  cierne encima nuestro sin dejarnos pensar, sin posibilidad de salida.

           

Huellas.

Al final de su vida, un hombre caminaba por la playa junto a Dios. Mirando hacia atrás, veía que a lo largo de toda su historia, junto a sus huellas estaban las de Dios, en cada momento. Desde su nacimiento, una larga hilera de pisadas marcaba la arena, recorriendo junto a sus huellas todos los instantes de su vida: su nacimiento, su infancia, su madurez... hasta llegar la ancianidad. Junto a las huellas de sus pies, que iban volviéndose más grandes y firmes primero y más suaves al final, permanecían siempre iguales y fieles las huellas del pie de Dios.

 

Pero al observar más detenidamente, el hombre empezó a inquietarse. Cuando había vivido momentos de sufrimiento, ¡no había más que un par de pisadas! Empezó a mirar con cuidado y con dolor tantos momentos tristes de su vida. Las pérdidas (¡tantas veces repentinas!) de seres queridos que tanto había amado, la separación de sus padres, con la consecuente incomprensión... Tantas situaciones de soledad, de sinsentido y depresión que lo habían llevado a dudar de todo. Y en medio de todo eso, ¿por qué Dios lo abandonaba? ¿Por qué justo entonces, cuando lo necesitaba más cerca, parecía ausente, lejano... inexistente?

 

Con el corazón lleno de amargura, siguió caminando en silencio junto a Dios un tiempo más. Hasta que no pudo soportar más la tristeza y le gritó, mirándolo a la cara:

 

- Señor, vos me prometiste que siempre ibas a caminar junto a mí. Y sin embargo, en los momentos de dolor, ¡me dejaste solo! ¿Dónde estabas cuando yo sufría? ¿Qué estabas haciendo? ¿Por qué me abandonaste? ¿No te dabas cuenta de que te necesitaba, de que justo en el momento en que más me hacía falta tu ternura, tu compañía, te borraste?   

 

Dios lo dejó desahogarse, sonrió, lo miró con una profunda ternura, con una compasión infinita y le dijo:

 

- Hijo mío, yo te amo. ¿Cómo podría abandonarte? Siempre estuve con vos. Lo que pasa es que en esos momentos de dolor, yo te tomaba en mis brazos y te cargaba...


Por suerte, tenemos alguien, que, como el buen samaritano, en los momentos de dolor y angustia, en esos momentos que somos incapaces de tener una reacción; aparece, y no es que aparece de repente, sino que siempre estuvo ahí, a nuestro lado, fijándose que no caigamos, hasta el punto de cargar con nuestra cruz si es necesario. Así es Cristo nunca nos abandona, cuando no lo podemos ver es porque nos está cargando, aunque no lo escuchemos, nos está sosteniendo con mano firme y sin cansancio, dispuesto a llevarnos hasta que podamos seguir solos.  Él no se marcha, en cuanto nos ponemos de pie, no nos abandona, sino que vuelve a nuestro lado para cerciorarse que sigamos bien, y para volvernos a levantar si volvemos a caer. 

Ahora tomate unos 20 minutos y pensá de nuevo en esas situaciones, ponete nuevamente en ese lugar y buscá entre toda las personas que te acompañaron, segura que en más de una de ellas encontraste una mano amiga, una mirada que te renovó la esperanza, una palabra precisa que te dió ánimos para seguir adelante.                

En los momentos más difíciles es en cuanto más debemos buscar a Dios. Se nos va a hacer muy difícil de afrontar la vida sino estamos en comunión plena con el Padre, sino tenemos nuestro hilo primordial bien tirante y fuerte, capaz de resistir el viento más fuerte, y así, mantener nuestra telaraña, nuestra vida, para que no se nos venga encima y nos ahogue.


Mt 26, 39-40.

“Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: “Padre mío si es posible. Aleja de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya.”

En esta lectura vemos al mismo hijo de Dios con miedo. Miedo al sufrimiento, miedo a perderlo todo. Pero en ese miedo o pudo ver al Padre y dijo : “pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, estas palabras nos muestran que Cristo tenía los pies en la tierra, porque no quería sufrir y no tenía porque hacerlo, pero la mirada en el cielo, porque pudo ver que el sufrimiento era algo que el Padre le pedía que afronte para dar el ejemplo, para demostrar a los hombres una gran verdad : el camino hacia el Padre, no es un camino fácil, pero es el camino de la felicidad plena, el camino donde nos vamos a encontrar contenidos, cobijados ; nos vamos a sentir acompañados por un amigo que no nos va a dejar caer si no queremos, no nos va a dejar de ayudar si se lo pedimos.

Pensemos unos minutos. Propongámonos, de ahora en más, en los momentos duros de mirar hacia arriba, como una reacción. Apenas se avecine una tormenta, busquemos el faro que nos muestra la costa, busquemos a Cristo, porque en Cristo nuestro sufrimiento tiene un nuevo significado, se hace llevadero, no nos rompe en mil pedazos, sino que nos fortalece, nos hace mirar hacia el cielo y decir con Él : “...que se haga tu voluntad y no la mía”.   

Te propongo, antes de terminar este desierto, que te escribas una oración para rezar en esos momentos en que más te cuesta ver a Dios, para que te recuerde que si te cuesta verlo, es porque estás cegado y no porque no está a tu lado.

Para terminar con este desierto, te dejo la oración que escribió Santa Teresa de Jesús, quien a pesar de todo lo que le toco sufrir en su vida nunca dejó de ver a Dios, sino que cuanto más dura se ponía la situación más se acercaba al Padre, más se abrasaba a la cruz de Cristo.

“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa. Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta.”

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